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LA CORTE PENAL INTERNACIONAL

En defensa de los derechos humanos

(Página: 1/5)



JUAN PEDRO CAVERO COLL
FRANCISCO MATÍAS LÁZARO



Publicado bajo una licencia Creative Commons 3.0 (Reconocimiento – No comercial – Sin Obra Derivada) por:
Juan Pedro Cavero Coll, 2012.
Francisco Matías Lázaro, 2012.

Anatomía de la Historia, 2012.
http://www.anatomiadelahistoria.com
anatomiadelahistoria@gmail.com

Edición a cargo de: José Luis Ibáñez Salas
Diseño: Anatomía de Red

La Corte Penal Internacional,
en defensa de los derechos humanos

Juan Pedro Cavero Coll y Francisco Matías Lázaro


En honor a las víctimas

Desde los comienzos de su existencia, el ser humano ha experimentado la exigencia de comunicarse con sus semejantes. La persona suele considerarse un ser sociable por naturaleza, es decir, inclinado por esencia a relacionarse con sus congéneres y a formar "sociedades" o agrupaciones para alcanzar ciertos fines que cualquier ser humano, por sí solo, jamás podría lograr.

Gracias al progresivo conocimiento de cuanto nos rodea y de nosotros mismos, las sociedades menos desarrolladas –dependientes de la caza, la pesca y la recolección silvestre para sobrevivir fueron dejando paso a modos de organización más complejos. Hitos significativos de esta apasionante aventura son, entre otros, la utilización de instrumentos, la producción y el control del fuego, el descubrimiento de la agricultura y la ganadería, la invención del alfabeto, la rueda, los barcos, los medicamentos, el papel, la imprenta, la máquina de vapor, el motor de combustión, el automóvil, la electricidad y sus aplicaciones, el teléfono, el avión, el ordenador, las naves espaciales e internet.

En general, los avances científicos y técnicos y el fecundo bagaje cultural recibido de generaciones anteriores han contribuido a mejorar nuestra calidad de vida. Junto a lo anterior, variadas aportaciones éticas y estéticas de civilizaciones anteriores a las actuales y el vasto patrimonio intelectual heredado de los sabios del pasado constituyen medios para profundizar en nuestro modo de ser y conocernos mejor. Por desgracia, a lo largo de la historia también se han perpetrado graves abusos. Al menos, la constatación de sus terribles consecuencias ha constituido un cruel estímulo para llegar a unos cuantos acuerdos básicos aceptados por la práctica totalidad de la comunidad internacional.

Más adelante aludiremos brevemente a esos compromisos fundamentales. Nos detendremos ahora en recordar, también en honor a las víctimas, algunas de las mayores perversiones cometidas por grupos humanos desde principios del siglo XX. Por desgracia no siempre tendremos que mirar hacia atrás, pues vivimos con la desazón de ser contemporáneos de algunas de esas bestialidades. Ciertamente, en otras centurias y en varios continentes no faltaron monstruos y verdugos que amancillaron su existencia con depravaciones que llegaron a hacerse crónicas: el ignominioso tráfico de esclavos, por ejemplo, vomitaba milenios de antigüedad en tiempos decimonónicos, cuando aún continuaba practicándose.

Para nuestro bochorno, además, desde el siglo XX las masacres humanas han sido más devastadoras, más destructoras, entre otras razones por la mayor eficacia –¡maldita eficacia!– de los instrumentos de aniquilación. Ha sido entonces cuando se han evidenciado hasta extremos nunca antes alcanzados los efectos letales de la tecnología de la muerte, metódica, sistemática y masivamente aprovechada por monstruos doctorados en tortura humana y genocidio. Término éste que deberíamos aprender a utilizar con propiedad, para no acabar mitigando su significado de tanto aplicarlo mal. Inventado en 1944 por el abogado judío polaco Raphael Lemkin mientras los nazis se ensañaban aniquilando a todo judío del planeta que pudieran oler sus hocicos y agarrar sus zarpas, genocidio se define en el Diccionario de la lengua española como ‘exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad’. Nada más y nada menos.

Aunque el empeño en jerarquizar la violencia puede despertar rechazo resulta útil para analizar las causas y consecuencias de la brutalidad. Hemos de reconocer que la violencia, la presión antinatural sobre uno mismo o sobre otros, no solo varía en función del ámbito o ámbitos en que se ejerce (físico, psicológico, racial, económico, familiar, religioso, etc.), sino también según su mayor o menor intensidad, gravedad en sus secuelas y cantidad de víctimas que la padecen. El genocidio puede considerarse, probablemente, la perversión más grave y cruel. En competencia jerárquica con el anterior, otro fruto podrido de la depravación de conciencia es el ataque masivo a una población civil por el odio y la deleitación de provocar intensos sufrimientos.

Aunque puede parecer que en las sociedades contemporáneas menos desarrolladas hay más probabilidades que en las avanzadas –y por tanto instruidas – de incurrir en derivas personal y estructuralmente criminales, no siempre es así. Desde comienzos de la pasada centuria no han faltado dramáticos eventos que han evidenciado la escandalosa asimetría entre el progreso tecnológico y el perfeccionamiento ético. Aun causando dolor y consternación recordar las matanzas perpetradas, empeñarse artificialmente en olvidarlas –o peor aún, en negarlas – constituye una afrenta a las víctimas. Además, no reconocer las culpas propias o ajenas impide recordar el pasado con objetividad y, de ser el caso, proceder al arrepentimiento y a la consiguiente petición de perdón.

Por esas razones no queremos dejar de recordar, aunque sea brevemente, algunos de los asesinatos y exterminios masivos de población consumados desde el inicio del siglo XX. Más adelante nos detendremos en las imprescindibles cuestiones jurídicas. Quizá la primera de esas magnas aberraciones fue la deportación forzosa, tortura y masacre de más de un millón y medio de miembros de la minoría cristiana armenia en Turquía, consumadas durante el gobierno del partido nacionalista Jóvenes Turcos en tiempos de la Primera Guerra Mundial, entre los años 1915 y 1918. Los responsables directos de la matanza fueron juzgados en ausencia pero acabaron no siendo extraditados y quedaron impunes. Posteriormente, tras la llegada al poder del dirigente también nacionalista Mustafá Kemal, los juicios se suspendieron y dio comienzo una estrategia de negación del verdadero alcance del exterminio que, en buena parte, aún perdura.

Como sabemos, los asesinados por Hitler y sus secuaces se cuentan por millones. En concreto, el Holocausto judío perpetrado por los nazis es el genocidio de consecuencias más catastróficas de cuantos se han consumado hasta la actualidad. Desde el ascenso de Hitler al gobierno germano (1933) hasta la derrota del régimen nacionalsocialista (1945) el antisemitismo nazi fue manifestándose en acciones de creciente violencia y vejación que culminaron en la masacre, entre otros colectivos, de millones de judíos –se estima entre 5,5 y 6 millones de asesinados, muchos de ellos niños – mediante fusilamientos masivos y provocando la asfixia en cámaras de gas instaladas en campos de concentración y de exterminio. El genocidio judío demostró que un Estado como el alemán, compuesto por una población en apariencia civilizada y técnicamente avanzado, también podía convertirse en una eficaz máquina destructora al servicio del odio y la aniquilación de seres humanos.

Trasladémonos ahora al este europeo. Gulag, acrónimo del nombre ruso de la Dirección General de Campos de Trabajo de la extinta Unión Soviética, designa también el sistema de trabajos forzados de dicho país así como las detenciones, los interrogatorios, la desmembración familiar, el exilio y las muertes prematuras provocadas. Según la periodista Anne Applebaum, experta en el tema, desde el inicio de la gran expansión del Gulag (1929) hasta la muerte del dictador comunista Iósif Stalin (1953) unos 18 millones de personas –6 millones de ellas exiliadas o deportadas – sufrieron la dureza de esa red penitenciaria soviética, constituida por al menos 476 sistemas de campos de concentración, cada uno de ellos formado a su vez por multitud de campos individuales. Desde 1930 a 1956 las muertes documentadas en el Gulag ascienden –afirman los historiadores Getty, Rittersporn y Zemskov – a más de 1,6 millones de personas, incluyendo prisioneros comunes y políticos.

Cualquier resistencia o enfrentamiento a Stalin y sus gregarios pronto acababa pagándose caro. A la sangrienta historia de brutalidades de Stalin y sus esbirros hay que añadir, al menos, los más de 2 millones de represaliados –no incluidos en las cifras anteriores – en 1937–1938, años de la purga estalinista conocida como el Gran Terror. En torno a 1,7 millones de esos purgados –afirma un informe de la organización pro–derechos humanos rusa Memorial – fueron arrestados y deportados a campos de concentración por motivos políticos. Y en total, más de 700.000 fueron ejecutados.

Otros dirigentes comunistas que impulsaron acciones de exterminio masivo fueron el chino Mao Zedong (1893–1976) y el camboyano Saloth Sar, más conocido como Pol Pot (1925–1998). Mao Zedong implantó en China un represivo sistema marxista–leninista cuyas sucesivas campañas ideológico–políticas (especialmente el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural) condujeron a cruentas represiones, purgas y hambrunas que dejaron por el camino millones de asesinados chinos y tibetanos, en cantidades actualmente imposibles de cuantificar con exactitud.

Pol Pot, principal promotor del genocidio camboyano, gobernó el régimen marxista–leninista instaurado por los Jemeres Rojos, que sometió Camboya entre 1975 y 1979. Controlado el país, Pol Pot fundó la llamada Kampuchea Democrática y acabó con cualquier vestigio estructural de civilización medianamente avanzada (fábricas, medicamentos, bibliotecas, coches…). Según los expertos, unos 2 millones de personas –más de una cuarta parte de la población del país – perecieron durante el gobierno de los Jemeres Rojos víctimas del hambre, las enfermedades, las ejecuciones masivas y otras represiones y torturas habituales del régimen. Mejor suerte acompañó a Pol Pot, culpable último de esas muertes, que falleció en cama a los 73 años por causas naturales (aunque no han faltado otras especulaciones al respecto) cuando –al menos oficialmente – era prisionero de su propio grupo, los Jemeres Rojos.

Sufridores como pocos, los kurdos son un pueblo asiático sin Estado propio cuyo territorio se reparten Turquía, Irak e Irán. La represión turca contra los kurdos comenzó tras llegar al poder en 1923 el ya mentado Mustafá Kemal. Desde entonces miles de aldeas kurdas fueron eliminadas y muchos de sus habitantes asesinados o expulsados y forzados a exiliarse. En la actualidad, sigue la tensión entre el gobierno turco y numerosos e incombustibles activistas kurdos. Con todo, este pueblo sometido vivió su mayor pesadilla en tiempos del dictador irakí Sadam Husein, que en 1987 y 1988 emprendió una campaña contra la minoría kurda que acabó con la vida de más de 180 mil personas y acarreó multitud de abusos y deportaciones.

África ha vuelto a bañarse en sangre en la segunda mitad del siglo XX. En Uganda, según la ONG Comisión Internacional de Juristas, el dictador Idi Amin Dada (al mando del país desde 1971 a 1979) indujo al asesinato de unos 300 mil compatriotas –otras instituciones elevan la cifra de víctimas a medio millón –, promovió la represión –con frecuente tortura incluida – de numerosos disidentes y miembros de otras etnias y expulsó a más de 60 mil asiáticos que llevaban décadas viviendo en el país. Inculto pero listo, Idi Amin marchó al otro mundo sin dar en este cuenta de sus actos: en cuanto se percató de haber perdido el poder logró huir a Libia y después a Arabia Saudí, donde vivió plácidamente hasta su muerte el 16 de agosto de 2003 a la edad de 78 años.

En Ruanda, el asesinato en 1994 del presidente de etnia hutu Juvénal Habyarimana desencadenó en muchos de sus afines raciales –instigados por el gobierno hutu y ciertos medios de comunicación– el deseo de exterminar a la minoría tutsi que, tradicionalmente, había detentado el poder. En pocos meses más de 800 mil tutsis (casi el 75% de dicha etnia en el país) y decenas de miles de hutus moderados fueron asesinados. No faltaron las torturas, mutilaciones y violaciones de mujeres, muchas de las cuales quedaron infectadas con el virus VIH, causante del sida. A diferencia de otras masacres, en el genocidio tutsi fueron muchos los miembros de la sociedad civil que se convirtieron en verdugos de sus semejantes. En los últimos años se están investigando además los asesinatos de hutus por miembros del Frente Patriótico Ruandés, partido de mayoría tutsi que desde marzo del 2000 ha gobernado el país.

La población de la región sudanesa de Darfur también ha sufrido los embates del odio. La guerra civil que estalló en 2003 en ese territorio ha causado más de 300 mil muertos, numerosas violaciones de mujeres y otros abusos y 2,7 millones de desplazados. Las raíces del conflicto no fueron religiosas –los dos grupos enfrentados, formados principalmente por árabes y negros, profesan el islamismo – sino raciales, económicas y políticas. Los mayores excesos fueron cometidos por los janjawid, milicia en parte árabe y en parte arabizada que contó con el apoyo del gobierno controlado por Omar al–Bashir, presidente de Sudán desde 1989.

Acabamos nuestro doloroso recorrido por las grandes matanzas perpetradas desde comienzos del siglo XX recordando a los casi 100 mil muertos de la guerra de Bosnia (1992–1995), cruento conflicto provocado y avivado por la intolerancia y el nacionalismo radical, que ocasionó también más de dos millones de desplazados en el marco de lo que se ha dado en llamar guerra de la antigua Yugoslavia. Hitos del odio vertido en aquella guerra fueron el asedio a Sarajevo, donde miles de civiles murieron asesinados, y la masacre de Srebrenica, ciudad en la que tropas serbobosnias mataron a unos 8.000 bosnios musulmanes, incluyendo niños, mujeres y ancianos. Responsables principales de ambas matanzas fueron los sanguinarios Radovan Karadzic y Ratko Mladic.

¿Podemos evitar estas aberraciones? Y de no lograrlo, ¿qué hacer con los mayores asesinos?, ¿contamos los seres humanos con algún recurso institucionalizado para evitar su impunidad?



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