LA CORTE PENAL INTERNACIONAL
En defensa de los derechos humanos

<div style="text-align:center"><img style="width:348px;height:300px" src="datos/modules/Content/icc_logo.jpg"></div><div style="text-align:center"><br><span style="font-size:x-large">JUAN PEDRO CAVERO COLL<br>FRANCISCO MATÍAS LÁZARO </span><br></div><div style="text-align:center"><img style="width:569px;height:171px" src="datos/modules/Content/logo-anatomia-historia.jpg"></div><br><br>Publicado bajo una licencia Creative Commons 3.0 (Reconocimiento – No comercial – Sin Obra Derivada) por:<br>Juan Pedro Cavero Coll, 2012.<br>Francisco Matías Lázaro, 2012.<br><br>Anatomía de la Historia, 2012.<br><a href="http://www.anatomiadelahistoria.com">http://www.anatomiadelahistoria.com</a><br>anatomiadelahistoria@gmail.com<br><strong></strong><br>Edición a cargo de: José Luis Ibáñez Salas<br>Diseño: Anatomía de Red

La Corte Penal Internacional,
en defensa de los derechos humanos

Juan Pedro Cavero Coll y Francisco Matías Lázaro


En honor a las víctimas

Desde los comienzos de su existencia, el ser humano ha experimentado la exigencia de comunicarse con sus semejantes. La persona suele considerarse un ser sociable por naturaleza, es decir, inclinado por esencia a relacionarse con sus congéneres y a formar "sociedades" o agrupaciones para alcanzar ciertos fines que cualquier ser humano, por sí solo, jamás podría lograr.

Gracias al progresivo conocimiento de cuanto nos rodea y de nosotros mismos, las sociedades menos desarrolladas –dependientes de la caza, la pesca y la recolección silvestre para sobrevivir fueron dejando paso a modos de organización más complejos. Hitos significativos de esta apasionante aventura son, entre otros, la utilización de instrumentos, la producción y el control del fuego, el descubrimiento de la agricultura y la ganadería, la invención del alfabeto, la rueda, los barcos, los medicamentos, el papel, la imprenta, la máquina de vapor, el motor de combustión, el automóvil, la electricidad y sus aplicaciones, el teléfono, el avión, el ordenador, las naves espaciales e internet.

En general, los avances científicos y técnicos y el fecundo bagaje cultural recibido de generaciones anteriores han contribuido a mejorar nuestra calidad de vida. Junto a lo anterior, variadas aportaciones éticas y estéticas de civilizaciones anteriores a las actuales y el vasto patrimonio intelectual heredado de los sabios del pasado constituyen medios para profundizar en nuestro modo de ser y conocernos mejor. Por desgracia, a lo largo de la historia también se han perpetrado graves abusos. Al menos, la constatación de sus terribles consecuencias ha constituido un cruel estímulo para llegar a unos cuantos acuerdos básicos aceptados por la práctica totalidad de la comunidad internacional.

Más adelante aludiremos brevemente a esos compromisos fundamentales. Nos detendremos ahora en recordar, también en honor a las víctimas, algunas de las mayores perversiones cometidas por grupos humanos desde principios del siglo XX. Por desgracia no siempre tendremos que mirar hacia atrás, pues vivimos con la desazón de ser contemporáneos de algunas de esas bestialidades. Ciertamente, en otras centurias y en varios continentes no faltaron monstruos y verdugos que amancillaron su existencia con depravaciones que llegaron a hacerse crónicas: el ignominioso tráfico de esclavos, por ejemplo, vomitaba milenios de antigüedad en tiempos decimonónicos, cuando aún continuaba practicándose.

Para nuestro bochorno, además, desde el siglo XX las masacres humanas han sido más devastadoras, más destructoras, entre otras razones por la mayor eficacia –¡maldita eficacia!– de los instrumentos de aniquilación. Ha sido entonces cuando se han evidenciado hasta extremos nunca antes alcanzados los efectos letales de la tecnología de la muerte, metódica, sistemática y masivamente aprovechada por monstruos doctorados en tortura humana y genocidio. Término éste que deberíamos aprender a utilizar con propiedad, para no acabar mitigando su significado de tanto aplicarlo mal. Inventado en 1944 por el abogado judío polaco Raphael Lemkin mientras los nazis se ensañaban aniquilando a todo judío del planeta que pudieran oler sus hocicos y agarrar sus zarpas, genocidio se define en el Diccionario de la lengua española como ‘exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad’. Nada más y nada menos.

Aunque el empeño en jerarquizar la violencia puede despertar rechazo resulta útil para analizar las causas y consecuencias de la brutalidad. Hemos de reconocer que la violencia, la presión antinatural sobre uno mismo o sobre otros, no solo varía en función del ámbito o ámbitos en que se ejerce (físico, psicológico, racial, económico, familiar, religioso, etc.), sino también según su mayor o menor intensidad, gravedad en sus secuelas y cantidad de víctimas que la padecen. El genocidio puede considerarse, probablemente, la perversión más grave y cruel. En competencia jerárquica con el anterior, otro fruto podrido de la depravación de conciencia es el ataque masivo a una población civil por el odio y la deleitación de provocar intensos sufrimientos.

Aunque puede parecer que en las sociedades contemporáneas menos desarrolladas hay más probabilidades que en las avanzadas –y por tanto instruidas – de incurrir en derivas personal y estructuralmente criminales, no siempre es así. Desde comienzos de la pasada centuria no han faltado dramáticos eventos que han evidenciado la escandalosa asimetría entre el progreso tecnológico y el perfeccionamiento ético. Aun causando dolor y consternación recordar las matanzas perpetradas, empeñarse artificialmente en olvidarlas –o peor aún, en negarlas – constituye una afrenta a las víctimas. Además, no reconocer las culpas propias o ajenas impide recordar el pasado con objetividad y, de ser el caso, proceder al arrepentimiento y a la consiguiente petición de perdón.

Por esas razones no queremos dejar de recordar, aunque sea brevemente, algunos de los asesinatos y exterminios masivos de población consumados desde el inicio del siglo XX. Más adelante nos detendremos en las imprescindibles cuestiones jurídicas. Quizá la primera de esas magnas aberraciones fue la deportación forzosa, tortura y masacre de más de un millón y medio de miembros de la minoría cristiana armenia en Turquía, consumadas durante el gobierno del partido nacionalista Jóvenes Turcos en tiempos de la Primera Guerra Mundial, entre los años 1915 y 1918. Los responsables directos de la matanza fueron juzgados en ausencia pero acabaron no siendo extraditados y quedaron impunes. Posteriormente, tras la llegada al poder del dirigente también nacionalista Mustafá Kemal, los juicios se suspendieron y dio comienzo una estrategia de negación del verdadero alcance del exterminio que, en buena parte, aún perdura.

Como sabemos, los asesinados por Hitler y sus secuaces se cuentan por millones. En concreto, el Holocausto judío perpetrado por los nazis es el genocidio de consecuencias más catastróficas de cuantos se han consumado hasta la actualidad. Desde el ascenso de Hitler al gobierno germano (1933) hasta la derrota del régimen nacionalsocialista (1945) el antisemitismo nazi fue manifestándose en acciones de creciente violencia y vejación que culminaron en la masacre, entre otros colectivos, de millones de judíos –se estima entre 5,5 y 6 millones de asesinados, muchos de ellos niños – mediante fusilamientos masivos y provocando la asfixia en cámaras de gas instaladas en campos de concentración y de exterminio. El genocidio judío demostró que un Estado como el alemán, compuesto por una población en apariencia civilizada y técnicamente avanzado, también podía convertirse en una eficaz máquina destructora al servicio del odio y la aniquilación de seres humanos.

Trasladémonos ahora al este europeo. Gulag, acrónimo del nombre ruso de la Dirección General de Campos de Trabajo de la extinta Unión Soviética, designa también el sistema de trabajos forzados de dicho país así como las detenciones, los interrogatorios, la desmembración familiar, el exilio y las muertes prematuras provocadas. Según la periodista Anne Applebaum, experta en el tema, desde el inicio de la gran expansión del Gulag (1929) hasta la muerte del dictador comunista Iósif Stalin (1953) unos 18 millones de personas –6 millones de ellas exiliadas o deportadas – sufrieron la dureza de esa red penitenciaria soviética, constituida por al menos 476 sistemas de campos de concentración, cada uno de ellos formado a su vez por multitud de campos individuales. Desde 1930 a 1956 las muertes documentadas en el Gulag ascienden –afirman los historiadores Getty, Rittersporn y Zemskov – a más de 1,6 millones de personas, incluyendo prisioneros comunes y políticos.

Cualquier resistencia o enfrentamiento a Stalin y sus gregarios pronto acababa pagándose caro. A la sangrienta historia de brutalidades de Stalin y sus esbirros hay que añadir, al menos, los más de 2 millones de represaliados –no incluidos en las cifras anteriores – en 1937–1938, años de la purga estalinista conocida como el Gran Terror. En torno a 1,7 millones de esos purgados –afirma un informe de la organización pro–derechos humanos rusa Memorial – fueron arrestados y deportados a campos de concentración por motivos políticos. Y en total, más de 700.000 fueron ejecutados.

Otros dirigentes comunistas que impulsaron acciones de exterminio masivo fueron el chino Mao Zedong (1893–1976) y el camboyano Saloth Sar, más conocido como Pol Pot (1925–1998). Mao Zedong implantó en China un represivo sistema marxista–leninista cuyas sucesivas campañas ideológico–políticas (especialmente el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural) condujeron a cruentas represiones, purgas y hambrunas que dejaron por el camino millones de asesinados chinos y tibetanos, en cantidades actualmente imposibles de cuantificar con exactitud.

Pol Pot, principal promotor del genocidio camboyano, gobernó el régimen marxista–leninista instaurado por los Jemeres Rojos, que sometió Camboya entre 1975 y 1979. Controlado el país, Pol Pot fundó la llamada Kampuchea Democrática y acabó con cualquier vestigio estructural de civilización medianamente avanzada (fábricas, medicamentos, bibliotecas, coches…). Según los expertos, unos 2 millones de personas –más de una cuarta parte de la población del país – perecieron durante el gobierno de los Jemeres Rojos víctimas del hambre, las enfermedades, las ejecuciones masivas y otras represiones y torturas habituales del régimen. Mejor suerte acompañó a Pol Pot, culpable último de esas muertes, que falleció en cama a los 73 años por causas naturales (aunque no han faltado otras especulaciones al respecto) cuando –al menos oficialmente – era prisionero de su propio grupo, los Jemeres Rojos.

Sufridores como pocos, los kurdos son un pueblo asiático sin Estado propio cuyo territorio se reparten Turquía, Irak e Irán. La represión turca contra los kurdos comenzó tras llegar al poder en 1923 el ya mentado Mustafá Kemal. Desde entonces miles de aldeas kurdas fueron eliminadas y muchos de sus habitantes asesinados o expulsados y forzados a exiliarse. En la actualidad, sigue la tensión entre el gobierno turco y numerosos e incombustibles activistas kurdos. Con todo, este pueblo sometido vivió su mayor pesadilla en tiempos del dictador irakí Sadam Husein, que en 1987 y 1988 emprendió una campaña contra la minoría kurda que acabó con la vida de más de 180 mil personas y acarreó multitud de abusos y deportaciones.

África ha vuelto a bañarse en sangre en la segunda mitad del siglo XX. En Uganda, según la ONG Comisión Internacional de Juristas, el dictador Idi Amin Dada (al mando del país desde 1971 a 1979) indujo al asesinato de unos 300 mil compatriotas –otras instituciones elevan la cifra de víctimas a medio millón –, promovió la represión –con frecuente tortura incluida – de numerosos disidentes y miembros de otras etnias y expulsó a más de 60 mil asiáticos que llevaban décadas viviendo en el país. Inculto pero listo, Idi Amin marchó al otro mundo sin dar en este cuenta de sus actos: en cuanto se percató de haber perdido el poder logró huir a Libia y después a Arabia Saudí, donde vivió plácidamente hasta su muerte el 16 de agosto de 2003 a la edad de 78 años.

En Ruanda, el asesinato en 1994 del presidente de etnia hutu Juvénal Habyarimana desencadenó en muchos de sus afines raciales –instigados por el gobierno hutu y ciertos medios de comunicación– el deseo de exterminar a la minoría tutsi que, tradicionalmente, había detentado el poder. En pocos meses más de 800 mil tutsis (casi el 75% de dicha etnia en el país) y decenas de miles de hutus moderados fueron asesinados. No faltaron las torturas, mutilaciones y violaciones de mujeres, muchas de las cuales quedaron infectadas con el virus VIH, causante del sida. A diferencia de otras masacres, en el genocidio tutsi fueron muchos los miembros de la sociedad civil que se convirtieron en verdugos de sus semejantes. En los últimos años se están investigando además los asesinatos de hutus por miembros del Frente Patriótico Ruandés, partido de mayoría tutsi que desde marzo del 2000 ha gobernado el país.

La población de la región sudanesa de Darfur también ha sufrido los embates del odio. La guerra civil que estalló en 2003 en ese territorio ha causado más de 300 mil muertos, numerosas violaciones de mujeres y otros abusos y 2,7 millones de desplazados. Las raíces del conflicto no fueron religiosas –los dos grupos enfrentados, formados principalmente por árabes y negros, profesan el islamismo – sino raciales, económicas y políticas. Los mayores excesos fueron cometidos por los janjawid, milicia en parte árabe y en parte arabizada que contó con el apoyo del gobierno controlado por Omar al–Bashir, presidente de Sudán desde 1989.

Acabamos nuestro doloroso recorrido por las grandes matanzas perpetradas desde comienzos del siglo XX recordando a los casi 100 mil muertos de la guerra de Bosnia (1992–1995), cruento conflicto provocado y avivado por la intolerancia y el nacionalismo radical, que ocasionó también más de dos millones de desplazados en el marco de lo que se ha dado en llamar guerra de la antigua Yugoslavia. Hitos del odio vertido en aquella guerra fueron el asedio a Sarajevo, donde miles de civiles murieron asesinados, y la masacre de Srebrenica, ciudad en la que tropas serbobosnias mataron a unos 8.000 bosnios musulmanes, incluyendo niños, mujeres y ancianos. Responsables principales de ambas matanzas fueron los sanguinarios Radovan Karadzic y Ratko Mladic.

¿Podemos evitar estas aberraciones? Y de no lograrlo, ¿qué hacer con los mayores asesinos?, ¿contamos los seres humanos con algún recurso institucionalizado para evitar su impunidad?




Un largo proceso incubador

El 17 de julio de 1998 representantes de 120 países firmaron el Estatuto de Roma, documento fundacional de la Corte Penal Internacional (en adelante, CPI). Primer tribunal de la historia de carácter permanente y ámbito multinacional, la CPI, con sede en La Haya (Países Bajos), tiene como objetivo juzgar a personas –no a Estados– acusadas de cometer genocidio, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad o crímenes de agresión. Esa mayoritaria voluntad internacional de acabar con la impunidad de los grandes asesinos conlleva el propósito de prevenir nuevas masacres y, por tanto también, de contribuir al respeto de los principios y normas recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

(Foto: Sede de la CPI en La Haya.)

Por desgracia, la voluntad política internacional de defender la dignidad de las personas ha ido a rebufo de las aberraciones cometidas. No puede decirse ni que se haya puesto un parche antes de la herida ni que la comunidad internacional estuviera preparada para prevenir los más graves abusos. De todos modos la idea de establecer un tribunal penal internacional se remonta al siglo XIX, pues fue propuesta en 1872 por el jurista suizo Gustavo Moynier, figura fundamental en la fundación y en las primeras décadas de existencia de la Cruz Roja Internacional.

Años después el Tratado de Versalles (1919), que oficialmente acabó con la hostilidad entre Alemania y los países aliados tras la ya concluida Primera Guerra Mundial, estableció (art. 227) la formación de un tribunal internacional compuesto por cinco jueces de cinco nacionalidades diferentes para deliberar sobre la culpabilidad o inocencia del ex emperador Guillermo II de Alemania, a quien se acusó de cometer una "suprema ofensa contra la moralidad internacional y la santidad de los tratados".

Finalmente Guillermo II no fue juzgado, pues las autoridades de Países Bajos –donde el ex emperador residía tras su abdicación– rehusaron entregarlo a los países aliados. Tampoco tribunales militares compuestos por miembros de estos países acabaron juzgando a los alemanes acusados de cometer actos contra las leyes y costumbres de la guerra, a pesar de que así se había estipulado en el Tratado de Versalles (arts. 228 al 230). Los propios gobiernos aliados permitieron que tribunales alemanes iniciaran los procesos penales a cientos de encausados pero, finalmente, la inmensa mayoría no fueron juzgados y los pocos que lo fueron, declarados culpables, recibieron sin embargo penas muy leves.

Con tales precedentes y décadas después, los dirigentes de Estados Unidos, Unión Soviética y Gran Bretaña, Franklin Delano Roosevelt, Stalin y Winston Churchill, anunciaron en Moscú a fines de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, la decisión de castigar los crímenes de guerra de los estados del Eje. Dicho objetivo fue expresado en el Acuerdo de Londres, firmado el 8 de abril de 1945 por representantes de los gobiernos de Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia y al que se adhirieron posteriormente casi una veintena de países. Así decía el artículo 1 de ese Acuerdo:

"Después de consultar con el Consejo de Control para Alemania se creará un Tribunal Militar Internacional para el enjuiciamiento de criminales de guerra cuyos delitos carezcan de una ubicación geográfica determinada, ya sean acusados individualmente, en su calidad de miembros de grupos u organizaciones o en ambos conceptos."

Acabada la lucha armada y gracias al impulso del presidente estadounidense Harry S. Truman esa declaración conjunta no se redujo a una simple aspiración. En efecto, los principales países aliados vencedores –los mismos que en la Primera Guerra Mundial– pusieron los medios para evitar que los mayores asesinos nazis y japoneses quedaran impunes. En concreto, el creciente conocimiento público del Holocausto judío perpetrado por los nazis constituyó un revulsivo para hacer pagar al menos parte de sus culpas a algunos de los asesinos (Hitler, Himmler y Goebbels, entre otros, se habían suicidado).

Con ese fin se establecieron tribunales militares internacionales primero en la ciudad alemana de Núremberg y luego en Tokio. A pesar de que los procedimientos judiciales de las potencias vencedoras eran dispares, el resultado final fue una exitosa combinación de las distintas tradiciones procesales. Los principales encausados fueron acusados de ser "responsables, organizadores, inductores o cómplices en la formulación o ejecución de un plan conjunto o conjura para cometer o facilitar la comisión de Crímenes contra la Paz, Crímenes de Guerra y Crímenes contra la Humanidad" y de la intervención "en la planificación, preparación, iniciación y participación en guerras de agresión, guerras que también suponían la violación de diversos tratados, acuerdos y compromisos internacionales".

Una de las consecuencias más importantes de los juicios de Núremberg y Tokio es que los criterios utilizados por los magistrados que integraban los tribunales fueron asumidos como principios de Derecho internacional por la Asamblea General de las Naciones Unidas (AGNU). Desde entonces, además, tribunales de numerosos países, resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y sentencias de la CPI han fundamentado algunos de sus dictámenes aludiendo a estos principios que, en la actualidad, se consideran la base del Derecho penal internacional.

Otro aspecto destacable de la jurisprudencia emanada de los tribunales de Núremberg y Tokio fue la igualdad en la aplicación de la ley internacional, incluyendo a los gobernantes de los Estados y a otros altos cargos políticos. Los jueces determinaron que la igualdad y la consiguiente responsabilidad penal se extendían también a los miembros de estructuras jerárquicas como el ejército, a quienes de nada serviría recurrir a la excusa de la “obediencia debida” para tratar de justificar la comisión de crímenes internacionales.

Los tribunales de Núremberg y Tokio, por último, acabaron con la costumbre de considerar que, al menos de facto, solo los Estados tenían capacidad de emitir normas penales. Hasta entonces, principalmente por falta de voluntad de los gobernantes de los países, la mayor debilidad del Derecho internacional era carecer de principios y normas aceptados por la comunidad de Estados y no existían, por tanto, auténticos instrumentos de coerción. No había modo de castigar a quien cometiera graves abusos. Aunque no han faltado críticas a los procesos de Núremberg y Tokio (por ejemplo, regirse por leyes impuestas por los vencedores) acabar con las rémoras antes mencionadas supuso un hito esencial en la historia del fortalecimiento de la defensa universal de los derechos humanos.

Terminados sus respectivos quehaceres, los tribunales de Núremberg y Tokio se disolvieron. Eran, pues, unas magistraturas temporales, creadas principalmente para enjuiciar las responsabilidades penales de unos cuantos mandamases nazis y japoneses. Juzgar a otras personas inculpadas por violación grave de leyes internacionales requeriría, pues, el establecimiento de un nuevo tribunal específico o, como también se dice, ad hoc. Al menos sí existía un órgano judicial y permanente de la ONU para resolver las disputas entre los Estados, la Corte Internacional de Justicia, fundada en 1946 y heredera de la Corte Permanente de Justicia Internacional que se creó poco después de la Primera Guerra Mundial.

El periodo conocido como Guerra Fría (aproximadamente, 1945–1991) dificultó la creación de un tribunal internacional permanente para juzgar a presuntos grandes criminales. Al menos, un paso fundamental en la defensa de la dignidad humana fue la progresiva aprobación por la AGNU de varios documentos conocidos en conjunto como la Carta Internacional de los Derechos Humanos. Tales acuerdos –unos vinculantes, otros orientativos y los demás de cumplimiento opcional –, aprobados por la mayoría de los Estados de la comunidad internacional, representan el compromiso mundial en una serie de valores que se han de defender. En concreto, forman parte de la Carta Internacional de los Derechos Humanos –complementada posteriormente con nuevos tratados básicos sobre la misma materia – los siguientes textos:

• La Declaración Universal de Derechos Humanos (aprobada el 10 de diciembre de 1948).

• El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (aprobado en 1966 y en vigor desde 1976) y sus dos Protocolos Facultativos, el primero (aprobado en 1966 y vigente desde1976) destinado a garantizar el cumplimiento del pacto y el segundo (aprobado en 1989 y vigente desde 1991) sobre la abolición de la pena de muerte en los Estados firmantes.

• El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (aprobado en 1966 y vigente desde 1976).

Durante la Guerra Fría, por tanto, existió una creciente legislación sobre la defensa de los derechos humanos pero faltó un órgano internacional y permanente capaz de juzgar –y de ser el caso castigar– a los presuntos protagonistas e inductores de masacres humanas que se estaban produciendo. Debido entre otras causas a las divisiones ideológicas y políticas de los bloques capitalista y comunista lograron evitar ser juzgados por tribunales internacionales responsables de grandes matanzas como el soviético Iósif Stalin, el chino Mao Zedong y el camboyano Pol Pot, así como sus principales colaboradores.

Otros asesinos acabaron de otra forma. El tirano rumano Nicolás Ceaucescu y su esposa y cómplice Elena fueron juzgados –eso sí, sin garantías procesales– por un tribunal militar rumano y condenados a muerte por delitos de genocidio, demolición del Estado y acciones armadas contra el Estado y el pueblo, destrucción de bienes materiales y espirituales, destrucción de la economía nacional y evasión de mil millones de dólares hacia bancos extranjeros; el matrimonio fue fusilado el 25 de diciembre de 1989. Por su parte, el dictador iraquí Sadam Husein fue juzgado –con mayores garantías que los opresores rumanos– por el Tribunal Penal Supremo de Irak y condenado por crímenes contra la humanidad a morir en la horca, sentencia que se cumplió el 30 de diciembre de 2006.

La investigación de los crímenes perpetrados en la antigua Yugoslavia y en Ruanda ha seguido un rumbo diferente. Para saber lo ocurrido en esas naciones y hacer justicia el Consejo de Seguridad de la ONU estableció tribunales específicos –el 25 de mayo de 1993 para la ex Yugoslavia y el 8 de noviembre de 1994 para Ruanda– y, por tanto, dotados de competencias restringidas a periodos de tiempo y lugares determinados. El Consejo de Seguridad fundamentó sus iniciativas aludiendo a la amenaza a la seguridad internacional que suponían las graves violaciones del Derecho internacional humanitario que se estaban cometiendo, y a que la creación de esos tribunales ayudaría a restablecer la paz.

El 16 de enero de 2002, además, la ONU y el gobierno de Sierra Leona decidieron establecer un Tribunal Especial para Sierra Leona, que el 20 de abril de 2012 declaró culpable a Charles Taylor, ex presidente de Liberia –siendo el primer mandatario africano condenado por un tribunal internacional– y le impuso una pena de 50 años de cárcel por crímenes de guerra y contra la humanidad perpetrados tanto en Liberia como en Sierra Leona.

Pocos años antes, en una sesión de la AGNU celebrada en 1989, el representante de Trinidad y Tobago sugirió crear una corte penal especializada en el tráfico de drogas. La AGNU solicitó entonces a la Comisión de Derecho Internacional (CDI), organismo creado por la ONU para codificar y promocionar el Derecho internacional, que elaborara un estatuto para esa corte. Tras diversas sesiones y consultas, la AGNU convocó a la Conferencia Diplomática de Plenipotenciarios de las Naciones Unidas sobre el Establecimiento de una CPI para “finalizar y adoptar una convención sobre el establecimiento” de una CPI.

Finalmente esa conferencia se celebró en Roma con la participación de 160 países de los que 120 votaron a favor del Estatuto de Roma de la CPI, 21 países se abstuvieron y 7 Estados votaron en contra (entre ellos China, Estados Unidos, Irak, Israel y Qatar). El 11 de abril de 2002 se lograron las 60 ratificaciones necesarias para que el Estatuto de Roma entrara en vigor, como así ocurrió por fin el 1 de julio de 2002. Había nacido la CPI.

En los dos próximos epígrafes nos detendremos en las atribuciones y en el procedimiento que sigue la CPI para resolver los casos que se le presentan. Estos aspectos jurídicos ayudarán a entender mejor cómo la CPI contribuye activamente a la defensa internacional de los derechos humanos y cuáles son algunas de sus fortalezas y debilidades.




La competencia de la Corte Penal Internacional

Para entender el significado real de la CPI hay que tener presente que su finalidad es evitar la impunidad de los crímenes más graves de trascendencia internacional cuando los Estados no quieran o no puedan actuar, es decir, no trata de sustituir, sino de complementar las jurisdicciones nacionales. No es, por tanto, un tribunal con competencia universal ni inmediata para conocer de todos los delitos contra la humanidad.

¿Cuáles son esos crímenes? El Estatuto de Roma atribuye competencia a la Corte para juzgar los crímenes de genocidio, de lesa humanidad, de guerra y el crimen de agresión. Para evitar las discusiones que pudieran plantearse sobre el significado, la interpretación y el alcance de cada uno de estos delitos, se hizo un esfuerzo por definir los conceptos con precisión.

En primer lugar, el Estatuto entiende por crimen de genocidio la ejecución de determinados ataques contra los miembros de un grupo nacional, étnico, racial o religioso cuando se realicen "con la intención de destruirlo total o parcialmente como tal": es este propósito el elemento que caracteriza al genocidio y lo distingue de otros crímenes. Entre tales ataques se encontrarían las matanzas, las lesiones graves a la integridad física o mental, el sometimiento intencional del grupo o de miembros del mismo a condiciones de existencia que puedan acarrear su destrucción física, las medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo y el traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo.

¿Qué se entiende por crímenes de lesa humanidad? Esta categoría aparece por vez primera en los Estatutos de Núremberg. Etimológicamente, lesa significa ‘herida’ o ‘perjudicada’. En concreto, los crímenes de lesa humanidad son ataques contra bienes jurídicos fundamentales (la vida, la integridad, la libertad) que, por su carácter generalizado o sistemático no sólo afectan a individuos concretos, sino que ofenden a la humanidad como tal. El Estatuto de Roma los define como la ejecución de determinados actos cuando se cometan "como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil, con conocimiento de dicho ataque".

Entre tales actos el Estatuto de Roma enumera el asesinato, el exterminio, la esclavitud, la deportación o traslado forzoso de población, la encarcelación en violación de normas fundamentales de Derecho internacional, la tortura, la violación, la esclavitud sexual, la prostitución forzada, el embarazo forzado, la esterilización forzada u otros abusos sexuales de gravedad comparable, la persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, sexuales u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al Derecho internacional, la desaparición forzada de personas, el apartheid y otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionadamente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física. Los crímenes de lesa humanidad son susceptibles de producirse tanto en tiempo de guerra como en época de paz y no se establecen limitaciones en cuanto a su autoría: pueden cometerlos la autoridad legítima o ilegítimamente constituida de un Estado, un grupo organizado, un grupo terrorista, etc.

Más clásico en Derecho internacional es el concepto de crímenes de guerra. A esta categoría pertenecen las violaciones graves de los Convenios de Ginebra de 12 de agosto de 1949 –con disposiciones relativas a la protección de los heridos y los enfermos de las fuerzas armadas terrestres y navales, de los prisioneros de guerra y de las personas civiles expuestas a la arbitrariedad de una potencia extranjera– y otras violaciones graves de las leyes y usos aplicables en los conflictos armados internacionales y en los conflictos internos, cuando sean cometidas como parte de un plan o política o a gran escala.

Entre otros actos prohibidos en la categoría de "crímenes de guerra" el Estatuto de Roma incluye los asesinatos, mutilaciones, los tratos crueles y la tortura, la toma de rehenes, dirigir intencionalmente ataques contra la población civil o contra edificios dedicados a la religión, educación, arte, ciencia o con fines benéficos, monumentos históricos u hospitales, el pillaje, la violación, la esclavitud sexual, el embarazo forzado o cualquier otra forma de violencia sexual, el reclutamiento o alistamiento de niños menores de 15 años en las fuerzas armadas o grupos o su utilización para participar activamente en las hostilidades.

Respecto al crimen de agresión, no se había llegado al consenso necesario para definirlo al aprobar el Estatuto de Roma. Tras numerosas negociaciones, el 11 de junio de 2010 la Asamblea de Estados Miembros de la CPI aprobó por consenso en su Resolución nº6 el concepto de crimen de agresión. Según esta resolución, que modifica el texto del Estatuto de Roma, "una persona comete un crimen de agresión cuando, estando en condiciones de controlar o dirigir efectivamente la acción política o militar de un Estado, dicha persona planifica, prepara, inicia o realiza un acto de agresión que por sus características, gravedad y escala constituya una violación manifiesta de la Carta de las Naciones Unidas". Este crimen solo puede ser cometido, por tanto, por quien esté en condiciones de controlar o dirigir de forma efectiva la acción política o militar de un Estado, ya sea en calidad de gobierno de derecho, ya sea como gobierno de facto.

¿Qué debemos entender por acto de agresión? Según la mencionada resolución, constituye un acto de agresión el uso de la fuerza armada por un Estado contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de otro Estado, o en cualquier otra forma incompatible con la Carta de las Naciones Unidas. En su día la Resolución 3314 (XXIX) de la AGNU, de 14 de diciembre de 1974, caracterizó como "actos de agresión" los siguientes: la invasión de un Estado por otro, el ataque de fuerzas armadas de un Estado contra otras de otro Estado o contra la población civil de éste, toda ocupación militar que derive de los actos anteriores y que implique el uso de la fuerza, el bombardeo, el bloqueo de puertos o de costas de un Estado, la utilización de las fuerzas armadas de un Estado que se encuentren en un Estado extranjero con acuerdo de éste pero que exceda las condiciones pactadas entre ambos Estados incluyendo toda prolongación de la presencia en el territorio extranjero de fuerzas militares de un Estado foráneo, la disposición de un territorio propio de un Estado para que otro Estado pueda agredir a un tercero o el envío por parte de un Estado de grupos irregulares (generalmente denominados "paramilitares") o mercenarios que lleven a cabo actos armados contra otro Estado. En la anterior enunciación se excluye lógicamente el uso de la fuerza cuando esté amparado por una resolución de la Organización de las Naciones Unidas.

Definido en tales términos, el crimen de agresión implica criminalizar cualquier política exterior de un Estado que utilice la fuerza armada contra otro Estado en forma agresiva bien de forma abierta, bien de forma encubierta. Ello explica las dificultades que hubo que superar para llegar a un acuerdo y las reticencias de algunas grandes potencias. De todos modos, a pesar de haberse definido por fin el crimen de agresión, la CPI no será competente para enjuiciar la posible comisión de dicho crimen hasta que, a partir del 1 de enero de 2017, así lo decidan una mayoría de dos tercios de los Estados Parte de la CPI y tal decisión sea ratificada por al menos 30 Estados Parte.

Puede llamar la atención que la competencia de la CPI no se haya extendido al crimen de terrorismo. Quizás la razón sea el significado político que en ocasiones se trata de ver detrás de ese tipo de acciones. Ello no impide, sin embargo, que la CPI juzgue un acto terrorista si encaja en cualquiera de las definiciones de crímenes que puede perseguir.

Al valorar la mayor o menor eficacia de la CPI, conviene tener en cuenta que los límites de sus competencias. De entrada, como ya indicamos, no todos los Estados de la ONU aceptan la competencia judicial de esa institución. Otro aspecto que se ha de tener presente para evaluar con objetividad el alcance de la CPI es que los tribunales internos de los Estados que sí la reconocen también tienen competencia para conocer de estos crímenes según su Derecho interno. En previsión de estas limitaciones el Estatuto fundacional de la CPI articuló la actuación de la institución estableciendo dos condiciones para el ejercicio de sus competencias.

En primer lugar, la CPI es competente sólo cuando el Estado del lugar donde se han cometido los hechos o del que sea nacional la persona sospechosa de haberlos cometido es Parte del tratado o si, aun no siendo Parte, acepta para un crimen concreto la competencia de la CPI. Si los crímenes se han cometido fuera de los Estados Parte y sus autores no son nacionales de estos la CPI no puede actuar, salvo que el Estado no–Parte acepte específicamente o ad hoc su actuación, o bien cuando el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas remita a la CPI una situación determinada, en cuyo caso no operarían las limitaciones indicadas.

En segundo lugar, aun cuando el Estado del territorio donde se han cometido los hechos o del que sea nacional el sospechoso sea Parte del Estatuto de Roma, la CPI sólo tendrá competencia para intervenir cuando los tribunales de ese Estado no estén en condiciones de juzgar esos delitos. Así ocurre, por ejemplo, si su administración de justicia se ha desintegrado o carece de fuerza o de medios suficientes para enjuiciar al sospechoso, o cuando sus tribunales –a pesar de las apariencias formales– no quieran en realidad juzgarlo, situación que se produciría cuando se alarga indefinidamente y de forma artificiosa un proceso penal contra el sospechoso con la sola intención de protegerlo.

Existen otros obstáculos que en la práctica pueden dificultar el ejercicio de las competencias de la CPI. Uno de esos inconvenientes es que el sospechoso y los Estados afectados, por ejemplo, pueden impugnar la competencia de la CPI y la admisión de un determinado proceso y exigir su transferencia a la justicia nacional. Este incidente puede suponer un retraso del proceso e incluso su postergación sine die, hecho que en ocasiones implica la pérdida de pruebas. Una segunda traba para la CPI es que el Consejo de Seguridad de la ONU puede suspender el inicio de un juicio hasta 12 meses, lapso que podría prolongarse por decisión unánime de los miembros permanentes de dicho Consejo.

El tercer obstáculo es que el Estatuto de Roma prevé en su articulado que cuando un Estado Parte que deba colaborar con la CPI haya adquirido con un Estado no– Parte obligaciones para preservar la inmunidad de los ciudadanos de este último, la CPI no podrá exigir esa colaboración o la entrega de los presuntos autores del crimen nacionales de ese tercer Estado cuando estén protegidos por esa inmunidad. Este resquicio ha impulsado a Estados Unidos durante algunos años a concluir tratados de cooperación con numerosos Estados para evitar que ciudadanos estadounidenses que podrían ser acusados de alguno de los crímenes competencia de la CPI sean entregados a la jurisdicción de la misma. Finalmente, de todos modos, muchos de esos acuerdos internacionales no han sido ratificados y, además, en los últimos años no ha continuado esta política.





 

(Foto: Corte Penal Internacional, Asamblea.)

El procedimiento ante la Corte Penal Internacional

El Estatuto de Roma no se limita a definir los crímenes que sean competencia de la CPI, las penas que pueden imponerse a quienes sean declarados culpables y su composición y forma de designar a sus miembros. En efecto, el documento fundacional de la CPI también establece una serie de reglas de procedimiento, es decir, la forma de enjuiciar a los autores de los crímenes.

Para entender bien el procedimiento hay que explicar previamente que los magistrados que integran la CPI se distribuyen formando tres salas, cuyas funciones iremos explicando: la Sala de Cuestiones Preliminares, la Sala de Primera Instancia y la Sala de Apelaciones. Junto al Presidente, a los Vicepresidentes y a los Magistrados, la CPI cuenta con una Fiscalía que actúa como órgano autónomo impulsando el procedimiento y ejerciendo la acusación.

Corresponde al fiscal iniciar el procedimiento, bien de oficio, porque haya recibido por cualquier medio una información de que se ha cometido un crimen competencia de la CPI, bien a instancia de cualquier Estado Parte o del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que pueden remitirle una situación, es decir, la información de que se han cometido uno o varios crímenes competencia de la CPI. El fiscal, después de practicar las investigaciones precisas para determinar la veracidad de la información recibida con la ayuda de los organismos de las Naciones Unidas, de los Estados cuya colaboración se requiera o de organizaciones intergubernamentales o no gubernamentales que resulten fiables, si considera que se ha cometido un crimen, debe pedir a la Sala de Cuestiones Preliminares autorización para iniciar una investigación.

Se ha criticado que no se reconozca a particulares o a organizaciones no gubernamentales la posibilidad de plantear ante la Sala de Cuestiones Preliminares el inicio de una investigación. Ciertamente, los Estados Parte optaron en su momento por no reconocerles ese derecho, sin perjuicio de que siempre tengan la posibilidad de entregar al fiscal la información de que dispongan y pedir que inicie una investigación.

Volvamos al procedimiento. Si el fiscal decidiera no comenzar una investigación, el Estado que haya remitido el asunto a la CPI podrá pedir a la Sala de Cuestiones Preliminares que el fiscal reconsidere su decisión, pudiendo también la Sala en algunos casos revisar de oficio tal decisión del fiscal. Si por el contrario el fiscal solicitara a la CPI iniciar una investigación, la Sala de Cuestiones Preliminares debe analizar si la CPI es competente para conocer del crimen cometido y si se cumplen las condiciones necesarias a las que nos hemos referido en el epígrafe anterior.

La decisión de la Sala de Cuestiones Preliminares de autorizar el inicio de una investigación puede ser recurrida en apelación por aquel Estado que considere que tiene competencia preferente para juzgar los hechos o que haya iniciado ya un procedimiento penal contra los sospechosos. También pueden recurrir esta decisión las personas que sean citadas como posibles responsables de los crímenes o contra las que se dicte orden de detención. El recurso se tramitará de forma sumaria, resolviéndolo la Sala de Apelaciones.

¿Quién puede ser investigado y juzgado por la CPI? Como ya hemos avanzado, la CPI no es un tribunal que enjuicie a los Estados o a otro tipo de organizaciones. Sin embargo, su competencia se extiende –como las limitaciones ya indicadas– a todas las personas físicas, independientemente de sus cargos oficiales dentro del gobierno de un Estado. Dicho de otra manera, a diferencia de numerosas legislaciones nacionales el Estatuto de Roma no reconoce inmunidad a nadie.

El Estatuto de la CPI es muy respetuoso con los derechos de los acusados. Reconoce a estos, por supuesto, su derecho a designar un abogado defensor de su confianza o bien a solicitar que se le nombre un abogado de oficio. La CPI también reconoce a los acusados los derechos al silencio, al conocimiento previo de la imputación, a un juicio imparcial y sin dilaciones indebidas, a la presunción de inocencia, a una segunda instancia penal y, en general, todos los derechos contenidos en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

Autorizado el inicio de una investigación, el fiscal tratará de aclarar la realidad de los hechos, de conseguir las pruebas que tendrá que utilizar en el acto del juicio y de asegurar que se entregue a la CPI al autor del delito para que pueda ser juzgado. Para el desarrollo de la investigación resulta fundamental la cooperación de los Estados Parte, que se obligan en virtud del Estatuto de Roma a realizar las diligencias que les sean requeridas: por ejemplo, proteger a las víctimas o preservar pruebas, realizar o facilitar traslados de personas, proporcionar información o documentos, realizar informes periciales, recibir declaraciones de testigos o víctimas, identificar o localizar personas u objetos relevantes para la investigación y practicar registros domiciliarios.

En el momento en que existan indicios para creer responsable de un crimen a una persona determinada, la Sala de Cuestiones Preliminares dictará, a solicitud del fiscal, orden de comparecencia si existen motivos para creer que dicha persona acudirá voluntariamente u orden de detención si presumiblemente no acudirá al llamamiento. En la localización, detención y entrega de los presuntos autores de los hechos resulta fundamental la cooperación de los Estados Parte y de terceros Estados. Una vez se ponga al sospechoso a disposición de la CPI, la Sala de Actuaciones Preliminares decidirá si permanece detenido mientras se desarrolla la investigación o queda en libertad. No habría problema alguno en mantener bajo custodia al sospechoso en tanto se sustancia el procedimiento, pues la CPI cuenta con un centro de detención propio en las proximidades de su sede de La Haya.

Cuando el fiscal considere finalizada la investigación, presentará los cargos contra los acusados y se celebrará una vista ante la Sala de Cuestiones Preliminares en la que intervendrán tanto el fiscal, que mostrará las pruebas de que disponga, como los acusados, asistidos de sus defensores. Al término de dicha vista la misma la Sala decidirá si debe continuar la investigación, si debe sobreseerse o si confirma los cargos y permite que se celebre el juicio. Su decisión es recurrible ante la Sala de Apelaciones.

A partir de ese momento finaliza la intervención en el proceso de la Sala de Cuestiones Preliminares y las actuaciones pasan a la Sala de Primera Instancia, integrada por diferentes magistrados, ante la que se celebrará el juicio. El acusado debe estar presente durante la celebración del juicio, salvo en el caso de que perturbe gravemente el orden de la sala, pudiendo ser expulsado ante esa actitud. También debe dársele acceso a los cargos y a las pruebas que va a presentar el fiscal antes de que comience la vista, para que pueda preparar su defensa. Lógicamente, podrá elegir a un abogado para que le defienda o pedir que se le nombre un abogado de oficio.

El juicio es oral y público, aunque determinadas actuaciones puedan realizarse a puerta cerrada para proteger información confidencial o por respeto hacia las víctimas. Al principio de la vista el acusado puede declararse culpable, simplificando en ese caso el procedimiento. Si se declara inocente o no se acepta la declaración de culpabilidad, el fiscal y la defensa presentarán la prueba a la Sala aportando los documentos, interrogando al acusado, a peritos y a testigos, etc. Durante el juicio las víctimas no pueden participar como acusación ni proponer pruebas, pero se les permite hacer observaciones. Concluida la práctica de la prueba, se abrirá un turno de intervenciones para que sucesivamente el fiscal, los representantes de las víctimas y la defensa puedan hacer sus alegatos finales.

La Sala de Primera Instancia debe dictar sentencia en un plazo razonable, que dependerá de la complejidad de la causa, tras la deliberación. La sentencia siempre será motivada y sólo podrá basarse en las pruebas presentadas en el acto del juicio. Si la Sala declara culpables a los acusados, les impondrá la pena que corresponde a los crímenes cometidos.

¿Qué pena puede imponerse al condenado? Una de ellas, la reclusión perpetua, solo cuando lo aconseje la extrema gravedad del crimen o las circunstancias personales del condenado. Otras penas son la reclusión por un número determinado de años que no exceda de 30, una multa y el decomiso del producto, los bienes y los haberes que procedan del delito. Dada la indeterminación del Estatuto de Roma en esta cuestión, algunos penalistas han criticado que no se concrete más la pena que puede imponerse a cada tipo de crimen según su gravedad.

Además de la pena, la sentencia podrá determinar la reparación, la indemnización y la rehabilitación que ha de otorgarse a las víctimas o a sus herederos, teniendo en cuenta el alcance y la magnitud de los daños y perjuicios que se les ha causado. Puede acordarse, por ejemplo, que se destine la multa y los bienes que hayan sido decomisados a los condenados al pago de las indemnizaciones concedidas a las víctimas.

La sentencia es apelable ante la Sala de Apelación de la Corte Penal Internacional por el fiscal o por el condenado. La Sala podrá confirmar la sentencia dictada en primera instancia o modificarla total o parcialmente. También puede revisarse una sentencia firme si aparecieran nuevas pruebas o si se descubre que alguna de las pruebas tenidas en cuenta estaba falsificada o adulterada si lo solicita el condenado o, si hubiese fallecido, por su cónyuge o hijos o incluso a petición del fiscal, siendo competente la Sala de Apelaciones para revisar el fallo.

La pena de reclusión se cumplirá en un Estado designado por la CPI sobre la base de una lista de Estados que hayan manifestado estar dispuestos a recibir condenados. Al decidir el Estado donde el condenado cumplirá la pena de reclusión la CPI tendrá en cuenta, entre otros factores, la opinión del condenado, la nacionalidad del mismo y sus circunstancias particulares o las del crimen cometido, tratando de que todos los Estados Parte colaboren en la ejecución de las penas de reclusión.

Si en el juicio se cometiera algún delito contra la administración de justicia como dar falso testimonio, presentar pruebas falsas, sobornar a un funcionario de la organización o bien corromper a un testigo o dificultarle o impedirle que declare, la propia CPI tiene competencia para juzgar ese delito e imponer al responsable una pena de hasta cinco años de reclusión.

En cuanto a los idiomas oficiales de la CPI son el chino, el español, el inglés, el francés, el ruso y el árabe, siendo publicadas en esas lenguas las sentencias de la CPI y otras decisiones que resuelvan cuestiones fundamentales. Por último, los idiomas de trabajo de la CPI son hasta el momento el francés y el inglés.




Epílogo

Tras más de un siglo de espera desde que surgió la idea por vez primera, la comunidad internacional cuenta con un tribunal internacional permanente para juzgar personas sospechosas de haber perpetrado grandes abusos contra la dignidad humana. Con el tiempo, se han ido concretando más y mejor los derechos de los otros –incluidos los de grupos sociales– que cualquier persona debe respetar. Quien no lo haga, aunque disfrute de mucho poder, tiene cada vez más posibilidades de acabar siendo juzgado, pues la CPI es precisamente un paso adelante en el objetivo de evitar que alguien evada la justicia y quede impune.

Aunque en principio corresponde a los Estados ejercer la jurisdicción sobre todos los crímenes, la historia y las consecuencias de las masacres cometidas desde principios del siglo XX han demostrado que no siempre los países pueden garantizar el fiel cumplimiento de leyes justas y que, a veces, la comunidad internacional no está dispuesta a aguantar –aun no sufriendo directamente los golpes– todo tipo de abusos.

Por eso fueron los propios Estados quienes decidieron crear la CPI. Una institución que, por cierto, dispone ya de suficientes medios materiales para cumplir su función. Al ser una organización permanente, la CPI cuenta con la ventaja de estar siempre disponible y no tener que ser creada específicamente. Ello hace posible también la difícil tarea de tener a veces que juzgar crímenes recientemente cometidos y en contextos en los que resulta difícil encontrar pruebas por continuar en situaciones conflictivas. Pero esta circunstancia conlleva también ventajas, pues puede hacer posible por ejemplo la no destrucción de ciertas pruebas y la captura de los sospechosos.

Es de esperar que, conforme pase el tiempo, cada vez más países ratifiquen el Estatuto de Roma. De hecho la lista continua aumentando y, en la actualidad (octubre de 2012), la CPI cuenta ya con 121 Estados Parte. Aunque no siempre los nacionales de un Estado no-Parte del Estatuto quedan fuera de la jurisdicción de la CPI, la vocación universal de ésta explica el deseo de sus miembros de aumentar el número de Estados Parte. Hasta la actualidad aún no lo han hecho algunas de las naciones más pobladas y poderosas del mundo (China, India, Estados Unidos, Indonesia, Rusia) y otros países cuyos dirigentes, en ocasiones, han sido criticados por no promover adecuadamente –unos más y otros menos– el respeto a los derechos humanos, como son los casos por ejemplo de Arabia Saudí, Qatar, Egipto, Israel, Turquía, Siria, Libia, Irán, Irak y Marruecos.

Acabamos con un texto que hallamos en uno de los escritos consultados para redactar este artículo. Al comienzo del documento Derechos humanos: Manual para parlamentarios (Nº 8, 2005) elaborado principalmente por el profesor austríaco Ludwig Boltzmann y publicado por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, se encuentran estas palabras de Gulistán (El jardín de las rosas, 1258), libro escrito por el poeta persa Saadi, que hemos elegido para terminar:



Los hijos de Adán se asemejan a los miembros de

un solo cuerpo.

Todos ellos comparten la misma esencia en la

creación.

Cuando uno de los miembros siente dolor,

los otros miembros no encuentran descanso.

Oh tú que no sientes en ti el sufrimiento de la

humanidad,

no mereces que te llamen ser humano.

Francisco Matías Lázaro, magistrado, es coautor de este artículo junto a Juan Pedro Cavero Coll







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